20/05/201913:31:23

CARTAS A MAMÁ (III)

20/05/201913:31:23

Doña María Dolores Ruiz de Taracena: Fuiste depositaria de muy corta vida, falleciendo a los cuarenta y cinco años, sin pedir más, realizada y en paz con tu fatal enfermedad, el domingo 12 de enero de 1964, veintidós días luego de sentir al lado del brazo derecho a tu primera nieta María Guadalupe Taracena Custodio –ya no pudiste cargarla-; cerrando los ojos para cada uno de tus seis hijos pero con las puertas abiertas de tu forma de ser que  aún recordamos al igual que lo hacen vecinos que sobreviven.

La tercera lección que te escribo, mamá, de tantas, de tantas, está  ligada a mis pulmones por los cigarros Alas Extras que puntual humeaba mi papá, Don Gregorio.

El cuarto era uno y ya, muy amplio. No conocíamos la palabra recámara. Ahí, de dos en dos, nos acomodábamos sobre camitas de buen tamaño, hilos gruesos que mi padre estiraba y tejía, sobre el correspondiente petate comprado en la tienda de abarrotes de don Eloy Madrid, en nuestro barrio de Santiaguito.

Al centro del cuarto, de esquina a esquina, la hamaca en que mi padre aspiraba los últimos cigarrillos del día, como para ser las nueve de la noche.

Eso de ver y oír el ri qui rán de la hamaca tuvo para mi, ciertas noches, mucho de atractivo  que vengo a detallar.

Todo a oscuras el gran cuarto, mi padre con el cigarrillo entre dos dedos, rítmicamente; pero la curiosidad se me vino a revelar observando cómo la punta del tabaco parecía encenderse más cada movimiento  de la hamaca, hasta que, pasados no sé cuántos minutos, quedaron varias colillas tiradas en el piso de cemento.

Todo mundo dormido, menos mi padre y yo. Al final don Gregorio fue hacia donde ya dormías, mamá, y yo me rendí cansado…de tanta curiosidad.

A la mañana siguiente todo normal. Ah, que al poner los pies en el piso observo las colillas de la noche anterior. Por Dios Santo que no pude aguantarme. Las tomo una por una, acomodándolas con cuidado en la bolsa derecha de mi pantalón corto. Seguro que fue un día sin clases, raro para entonces; seguro,  en razón de que a eso de las doce del día, estando el fogón sin tu presencia, mamá, voy y agarro a dos manos un trozo de leño bien prendido, me escondo detrás de un pilar grueso, coloco una de las colillas en mis labios y me acerco el tizón a buena distancia de la boca. Aún siento su calorcito. Pero, en fin, que consumo esa colilla como si nada. El caso es que ahí quedó la cosa aparentemente porque el mismo día me quité el pantaloncito, dejándolo en el rincón de la ropa sucia.

Te acuerdas, mamá, que al mandar a lavar la ropa volteabas una por una las prendas, bolsa por bolsa y fue así que toca el turno a mi pantalón y, claro, al voltear una de sus bolsas que allí me encuentras tres colillas de cigarros Alas Extras. Eran mías. Nadie las había sembrado. Tomaste cartas, es decir, el cinturón y me propinaste una buena julepeada junto con haberme hecho preparar contigo el envoltorio, que no era pequeño y, ya sobre la cabeza, me ordenaste ir por todo el barrio hasta casa de doña Carmela Torres, más allá del artesano don Albito López, berreando, a que se enjuagara el ropaje como era costumbre.

Lección aquélla, mamá, que ha estado conmigo.

Yo tendría diez años, pero al llegar a veinte tú ya no estabas y de nuevo que me late la tentación de comprar una caja de cigarros Raleigh con Boquilla y una de cerillos Pegaso. Abrí la cajetilla, me vino su olor repugnante. Introduzco un cigarro en la comisura de mis labios. Siento aquel calorcito del tizón de mi infancia. Aspiro una vez. Tal vez dos. El recuerdo afortunado pudo más que la tentación  y de inmediato aviento el cigarro junto con la cajetilla para siempre.

Gracias a ti, mamá, en mi hogar no huele hasta el día de hoy a cigarro.

Justo y agradecido es recordarte con alegría, mamá.