11/09/201705:00:15

Rostros creíbles y manos limpias

Agustín Basave

11/09/201705:00:15

Solidaridad y apoyo a las víctimas del sismo

Los países primermundistas tienen un común denominador: leyes e instituciones políticas bien diseñadas. Democracia, división de poderes con sus pesos y contrapesos, rendición de cuentas. Estado de derecho con red de bienestar y, sobre todo, justicia efectiva. Si algo puede explicar la diferencia entre esas regiones privilegiadas del mundo y las barriadas globales del subdesarrollo es eso: legalidad e institucionalidad funcionales. Un somero análisis comparativo, historia en ristre, lleva a cualquier politólogo que se respete a defender la conclusión de que los lastres del tercermundismo no se superan a golpes de voluntarismo personalista.
Sin embargo, las refundaciones son mucho más difíciles ahí donde se ha vivido mucho tiempo bajo taras legales e institucionales. Sin integridad en los liderazgos, sin un equipo de personas moralmente presentables y ajenas a los intereses del antiguo régimen, las reformas se desvirtúan. Por eso las transiciones exitosas presuponen tanto la renovación de las normas como personajes honorables y generosos. España no se habría democratizado sin una nueva Constitución y sin el compromiso del rey, de Suárez y de los jefes de izquierdas y derechas, y en Sudáfrica no se habría erradicado el Apartheid sin un nuevo pacto social y sin la grandeza de Mandela. Ni los cambios estructurales solos ni los líderes visionarios por sí mismos pueden lograr transformaciones profundas: es la suma de ambos lo que pone fin a un capítulo e inicia otro en el devenir de una sociedad.
En México, las fuerzas políticas que pugnan por sacar al PRI del poder y cambiar de régimen se dividen en dos grupos. Uno de ellos supone que el liderazgo es suficiente, que no se requiere una reforma constitucional de gran calado, como si los honestos contagiaran a los deshonestos, y en el otro hay algunos que parecen creer que basta modificar las reglas del juego, que las credenciales éticas de quienes habrán de encabezar la próxima administración son secundarias, como si los corruptos se redimieran al contacto con el reformismo. No es así. Para forjar un nuevo régimen hace falta renovar los instrumentos políticos y acopiar honestidad y oficio para manejarlos.
No hay buen gobierno sin gobernantes probos y capaces. La ciudadanía mexicana está justificadamente enojada con los toreros de la cosa pública, pero son poquísimos los ciudadanos que están dispuestos a saltar al ruedo a torear. Por eso resulta imperativo recurrir a la minoría de políticos honrados. De no haber control de calidad, de no haber selectividad en el reclutamiento, lo mismo en un presidencialismo tradicional que en un gobierno de coalición prevalecerá la urdimbre de complicidades que nos ha hundido. Un presidente honesto no podría enderezar al país en esas condiciones y tampoco podría hacerlo una alianza si aceptara sin más las cuotas partidarias. Eso enquistaría cacicazgos y vaciaría de credibilidad cualquier proyecto de cambio.
Lo dije antes en este espacio y lo sostengo: hay que invocar a la reserva moral de México. Necesitamos reformar el poder, sin duda, pero también necesitamos rostros creíbles y manos limpias para ejercerlo. Si la cleptocracia que hoy nos desgobierna se las ingenia para mantenerse en puestos de mando, o si los politicastros que conciben el erario como botín y se dedican a hacer negocios desde los cargos públicos se enseñorean del próximo gobierno, la esperanza trocará en furia. Debe haber un tamiz de decencia y un cedazo de sensatez que detenga a aquellos que pondrían más piedras de corrupción en el camino que nos ha llevado a la crispación, un camino de por sí empedrado de corruptelas. En esta encrucijada histórica no cabe el patrimonialismo en ninguna de sus expresiones. Solo vale la depuración de México, nuestra casa común, con un piso de bienestar, un techo de legalidad y cuatro paredes de cohesión social para que todos los mexicanos podamos vivir con dignidad, en paz y armonía.
PD: La obsesión de Videgaray y Peña por complacer a Trump no tiene límites. Es correcto condenar en foros multilaterales el jingoísmo nuclear de Corea del Norte, pero es innecesario e irresponsable el recurso bilateral de expulsar a su embajador en México. Ese error, en nuestra desventura geopolítica, nos mete en un peligrosísimo conflicto.